martes, 1 de marzo de 2011

El diario de un ojete, entrada número seis

Clases de conducir

Valga mencionar que de culeros el mundo está lleno y no sólo existo yo. Anecdóticamente, recuerdo un día en el que una madre regañaba, a muy altos decibeles, a su hijo frente a todo el mundo por haberse equivocado en algo que ahora no tengo claro. La cara del niño, compungida, mezclaba la pena de verse regañado y la de verse regañado frente a todos.

Hace un par de días iba manejando en una calle de dos carriles, a lo lejos, poco antes de un tope, vi a un coche de una escuela de manejo que, detenido, estaba ocupando los dos carriles sin dejar pasar a nadie; mi coche, que es pequeño, logró entrar y bajé el vidrio sólo para recriminarle al aprendiz de conductor, un joven de unos 35 años, que era un pendejo (seguro se le apagó el motor tratando de sacar la primera, error común y frustrante si te empiezan a presionar con pitídos y gritos).

—¡Imbécil! —le grite.

Lo siguiente me tomó por sorpresa pues no lo esperaba. El conductor con la mirada baja no se inmutó, pero del otro lado del coche el maestro se bajó y con un pie dentro del coche y la cabeza asomando encima del techo y una mano inquisidora levantada, me gritó:

—Conste que se lo gritas a él que no a mí; porque la culpa es sólo suya y no mía.

Puse primera y me alejé. Por el retrovisor vi cómo el maestro se metió y cerró la puerta; su alumno seguía, sin éxito, tratando de arrancar el coche. A la distancia yo ya solo veía las luces que se prendían y se apagaban acompasadamente, y medité la situación. El fallido conductor tenía la misma cara que el niño cuando lo regañaron frente a todos, cabizbajo y compungido, pero el maestro ostentaba una sonrisa muy peculiar. El nivel interpretativo de lo que había presenciado era vasto y me dije a mí mismo: “Mí mismo, en este mundo hay de todo, y de ojetes, para muestra un botón”.

Fue un día muy bello para mí.


Por Jaime Jaramillo