miércoles, 25 de enero de 2017

Manosea a su novia en pleno metro y lo graban*



No soy como Pablo Castel que aseveró
“todo tiempo pasado fue peor”.
Yo sólo quiero reivindicar a esas personas
en tiempos antaños
que para mirar
¡sí, mirar!
escribían una canción
o pintaban un cuadro
ensalzando ese dulce acto
de quien mira lo que no debe mirar gozando
en vez del burdo acto de subir
sin idealismo
¡ni flores ni miel!
los videos a la red.

Oh tímidos amantes despreocupados
en transporte público y en hora pico.
Con ganas oportunas de hacerse rico
A la vista de todos, muy observados.

Pero esos tiempos han pasado ya
ahora sólo un video de quince segundos.
El uploader no menciona nada de la moza altiva
que cierra los ojos abrasada por el dedo curioso
y sólo remite a la esfera por todos conocida
del imperio amateur voyerista el video.

Y si aún así osan no escuchar esta larga retahíla
no endulzando los pétalos de la mujer que con los ojos filman
y bárbaros presentarán sólo un oteo que envilece
no lo hagan
porque si no se ven pelos
mejor ni subir la película.

*http://www.elgrafico.mx/sexo/17-01-2017/manosea-su-novia-en-pleno-metro-y-lo-graban


Para PT



domingo, 15 de enero de 2017

Los tentáculos me succionan nostálgico*

Siempre he pensado que ver el atardecer es increíble. Sobre todo si tienes una cerveza en mano y puedes ver el cielo con claridad. También he pensado que verlos en la playa es mejor, ahí donde el sol se esconde, dejando ese hermoso crisol cambiante.

Así es Ensenada, una ciudad que no es bonita pero que tiene su encanto. La bahía cuando atardece es bellísima, y si vas a los alrededores lo es todavía más. El Pacífico, inmenso, ante ti y detrás los acantilados. Acostumbro a extrañar cuando como. Sobre todo cuando pienso con quién hubiera podido compartir la comida que estoy buscando. Mientras deambulo por sus calles, después de unas cervezas por la zona del Sauzal, busco algo qué comer. En Ensenada eso es fácil. Sobre todo si te gustan los frutos del mar. Por doscientos pesos te puedes dar un atracón de ostiones, almejas y mariscos que no olvidarás en tu vida. Los puedes encontrar fácil, hay carretas en cada esquina.

Sin embargo, esta vez busco algo más que el puro marisco en frío. Decido irme a Playa Hermosa, al final del malecón, a un puesto que se llama Yiyo’s. Ahí, junto al mar, se pueden comer unos pulpos sabrosísimos y un aguachile increíble (ambos sazonados con la salsa Pipichu, marca de la casa) y también disfrutar de la la soledad, pues el mar, frente al puesto, te arrulla y enajena. Te abstrae y todo te vale verga.

En Ensenada todo es mucho más relajado, más si vienes de Tijuana, donde el ajetreo es palpable y la realidad del país más cruel. Quizá no estén las putas del Hong Kong y la vibra intensa cerca de la Línea; en cambio, están sus almejas y ostiones, alimentos sexuales y nostálgicos. La gente vive tranquila, quejándose de los baches y los gobernantes. Y de esa forma, los atardeceres se dan, tranquilos, tomándose su tiempo. En invierno oscurece a las cinco y media de la tarde. Pero el atardecer empieza desde las cuatro cuando el sol inicia su declive e ilumina la amplia ensenada donde la ciudad se sitúa. El color del cielo comienza a cambiar lentamente. El tono de la luz se vuelve cada vez más cálido e íntimo y las nubes que pasan por ahí se suman al festín de colores que celebra tranquilamente la noche.

Cuando llego a Yiyo’s él mismo me saluda con alegría. Ya he ido un par de veces y he demostrado mi entusiasmo por sus platillos. Pido un pulpo enamorado, que es la especialidad de la casa, mientras él me da un vaso rojo para servir mi cerveza. Ahí, en la calle, junto a la carretilla, hay un horno con leña. Primero sazona los pulpos y los camarones con mantequilla, sal y la salsa Pipichu (una salsa tipo chamoy pero gourmet, disculpando increíble oxímoron) y los envuelve en papel aluminio y pone el paquete directo a las brasas, sobre la madera y el fuego. Después de unos minutos en los que el pulpo se ahuma, los sitúa en la parte superior del horno, que funciona como parrilla, a que se terminen de cocer. Frente al puesto, el horizonte va cayendo junto al atardecer. Sé que tengo muchas cosas que pensar, algunas recurrentes y otras que quiero olvidar, pues detesto extrañarla, todavía.

Yiyo’s me sirve el plato, que tiene los mismos colores que el cielo. Espero unos segundos a que se enfríe un poco, bebo mi cerveza y y sólo entonces como el pulpo enamorado. Su sabor ahumado es lo primero que percibo, después lo suave de sus carnes, cuyos tentáculos de deshacen en mi boca, y al final, el sabor de la mantequilla y la salsa de la casa. En esos momentos no sé qué podría pedir extra, quizá unos besos y una morra con quien compartir. Al fin y al cabo, comer mariscos es casi como estar un poquito con una mujer. ¿O nunca han hecho símiles entre el sabor de la hueva del salmón y una vagina? Podría servirme más cerveza y detener el diálogo interno durante un tiempo para así parar imaginariamente la caída del sol. Sé que debo dedicarle unos minutos a pensar en un texto que debo escribir, pero no lo hago. Sumerjo mis ojos en el mar y los cierro amarillos. 

*Este texto apareció en la revista Picnic (enero 2017) con el título "Los pulpos se comen con calma".