lunes, 31 de diciembre de 2012

Telerañas



Abrió la puerta y presionó, sin pensarlo, el interruptor a su izquierda y se desabrochó el pantalón. Caminó hacía su derecha y abrió un poco las piernas. Se relajó. La pared tenía la fisura cada vez más grande. No entendía por qué. Cada vez que la arreglaba y la pintaba de nuevo, la grieta crecía. Miró alrededor sin percatarse en nada fijo. El trabajo iba bien, algunos problemas con su jefe. Nada fuera de lo común. A veces veía el blanco inodoro y pensaba que era hora de quitarle la cal. Una marca, donde el agua tenía su límite, estaba gris como una línea granulada. En una esquina de la pared había una telaraña y se había llenado de polvo. Era una casa vieja, los techos eran altos, difíciles de alcanzar. Mientras ella no me diga nada, pensó, no las quito. Qué hueva. Notó que una fina capa de polvo reposaba en la esquina de una cornisa. En ella había tres jabones, un shampoo que le habían regalado en un centro comercial y que nunca usaba y un cepillo de pelo. Algún día sería bueno limpiarla, aunque, sabía, llevaba diciendo eso durante varios meses. Desde que se habían mudado nunca la habían limpiado. El cepillo era reciente. Quizá sólo llevaba dos días ahí. De pronto, un haz de luz amarilla entró oblicuamente e iluminó la grieta y parte del rollo de papel. El color amarillo siempre lo ponía a pensar. ¿Dónde y cómo se engendraba? La pared, con la grieta, era color crema. A la luz del día brillaba con calidez. En la noche, bajo la luz del foco que se prendía del lado izquierdo de la pared, se veía más pálida. Nunca le habían gustado los focos ahorradores. Lo ponían nervioso. Se relajó y tuvo pequeños calosfríos que lo hicieron temblar. Si ensucio, se vuelve a enojar, y conforme se sacudía y temblaba, siguió divagando. La luz, el espejo sucio y la maldita costumbre de dejar el jabón mojado sobre su estante. Otra vez, carajo, y se vio al espejo buscando en su rostro la paciencia necesaria para discutir sin enojarse mientras se secaba las manos. Se volteó y, aunque en el reflejo el interruptor estaba del lado izquierdo y al entrar también, cuando salió no utilizó su mano derecha para presionarlo, sino la izquierda, y eso ni siquiera lo pensó.
***
Abrió la puerta y presionó el interruptor a su derecha. Le molestaba que la luz siempre tardara en prenderse. Al principio era muy tenue, después cada vez más brillante, hasta que al final iluminaba como un foco normal, pero siempre tenía que apagarlo antes de que terminara de prender bien bien. Las penumbras le daban miedo. No le gustaba mucho la oscuridad. Incluso cuando se quedaba sola y él se iba a trabajar en la noche, no le gustaba caminar desde el interruptor hasta su cama, taparse y quedarse dormida. Además, el baño siempre estaba frío. Había logrado negociar que él no dejara la tapa levantada y él lo había acatado sin poner demasiadas resistencias. A veces, es cierto, lo olvidaba y ella no decía nada, esta vez no, la próxima; si lo vuelve a hacer, le recuerdo, y trataba de no ser tan molesta. Muchos novios le habían dicho que se relajara, que no pasaba nada si un día no dejaban tan limpio, pero nunca había vivido con alguien, en pareja. Y creía que parte de hacerlo eran los acuerdos pequeños, las cosas imperceptibles que molestan a los demás por estar tan inconscientemente ligados a ellas, a sus manías pequeñas. Manías, manías, manías, manías. Por eso la importancia de la tapa del baño. Se bajó los pantalones y se sentó. Volvió a ver debajo del lavabo la cubeta con los guantes, la fibra para tallar y el detergente para baños. Todo perfectamente en orden. Pero le molestaba tanto que eso estuviera ahí. Que se viera. Tenemos que construir un estante bonito para guardar esas cosas. Pero ella sabía que él no lo iba a construir, y ella todavía no había encontrado uno que le gustara gustara. Cuando le mencionaba de la cubeta, él se fastidiaba y le recordaba que cuando viera uno bonito, lo comprara. Estiró la mano, quitó con un pedazo de papel una telaraña que estaba en uno de los tubos y vio el suelo. Le gustaba ese suelo. Lozas azules y blancas que la abstraían: su niñez, el patio, el perico, los helechos y el vapor de agua. Jaló el baño y se lavó las manos. Dejó sobre el estante el jabón mojado y se miró en el espejo. Otra vez las ojeras. No había dormido bien. Tenía miedo. No quiero molestarlo. Quiero que esté feliz. Se arregló el pelo en una cola de caballo desgarbada y se dio la vuelta para salir. Esta vez no vio el interruptor. Acomodó el cuadro que él le había regalado y lo dejó alineado. Percibió la cornisa sucia que tanto le molestaba pero sólo lo hizo superficialmente, y volvió a prometer que la limpiaría tan pronto tuviera tiempo. Cuando lo vio, sentado en el sillón, esperándola, se acordó que debía cerrar la puerta al salir del baño. Él se lo pidió. Las cosas pequeñas. Ésas son las que más importan en una relación.

jueves, 14 de junio de 2012

El pobrecito señor x, Ricardo Castillo

En 1980, Ricardo Castillo publica El pobrecito señor X y en ese año gana el Premio Carlos Pellicer de poesía. Sorprende, sin embargo, que este autor no tenga más presencia o no se hable más de él, más que en algunos pequeños círculos literarios. Por su lenguaje, Castillo debería de ser recordado por muchos, mencionado e incluso citado; su acercamiento al lenguaje es tan llano, tan a ras de tierra que se pega.

Para acercase de manera directa a su estética, si acaso tiene una, hay que usar sus palabras. Castillo afirma, en un poema llamado “La Chaqueta”, que “el hombre puede encontrar su pandero sentimental sin raspaduras/ sin las jorobas de la tal Belleza”. Al ningunearla el poeta va deshojando su libreta sentimental poco a poco. No solamente hay referencias al recuerdo de sus padres, a su ciudad natal (Guadalajara) sino todo un mundo en el que la soledad que rodea al poeta se expresa de manera directa, con un lenguaje cotidiano pero muy eficaz, lo que decantaría el balance a favor de la naturalidad ante el artificio poético. Según Antonio Alatorre, “idealmente, lo que hace el arte es imponerse a la vida bruta, refinar al hombre, civilizarlo”; según Ricardo Castillo, en El pobrecito señor x, es exactamente lo contrario, es capaz de mostrarnos brutos, sin civilidad.

En él, Arte, Belleza, Sentimiento, se ven con ojos desconfiados, como si el autor sospechara de su larga tradición. Y no es que denueste el sentimiento o recele de la belleza, sino que les quita el oropel y no las exalta, las describe. “Lástima que pensemos todavía que el sentimiento es delicado como el papel de china”. De esta manera, maneja a su antojo sus emociones, engrandeciéndolas al hacerlas pequeñas. Por lo tanto, su sentimentalismo está formado con las cosas, con las palabras claras de todos los días. La metáfora es sustituida por objetos concretos, como en el poema “Testiculario” donde señala “mi corazón echa vinagre,/ mi esqueleto se marea/, el muy puto se lleva las manos a la cabeza/ y dice que la muerte es un puchero sentimentalón difícil de tragar como el pinole”. Así, poco a poco, Castillo desgrana un universo personal. La ironía y la señalización directa sin ningún eufemismo son parte de su estilo y, por qué no decirlo, de su certeza. Sólo hay que fijarse en algunos de los títulos de sus poemas: “Testiculario”, “La chaqueta”, “Las nalgas” u “Oda a las ganas”, donde, sin consideración por las buenas costumbres y sin ningún tipo de solemnidad poética, le da sentido existencial a la masturbación, el apetito sexual o las simples ganas de mear.

A veces parece dudar un poco de sí, como en el poema “El poeta del jardín” y siente que tiene “la obligación/ como poeta consciente de lo que su trabajo debe ser/” y escribir por encargo, gratis. “Señor poeta, haga un poema de un triste pendejo”, le pide un señor, a lo que el poeta contesta “no hay tristes que sean pendejos/ y nos fuimos a emborrachar”. El mismo tacha tajantemente la obligación de su agenda y se asume como un poeta sin otra meta que la poesía, su poesía.

El título del libro ya rezuma su contenido. Existe en él un poeta, autobiográfico o no, que usa el lenguaje como escapatoria a sus problemas existenciales, pero expresándose como cualquier hijo de vecino. El pobrecito señor x trata de abrirnos los ojos: sus poemas son un reflejo de nuestros pensamientos cuando hablamos directamente al espejo. Este diálogo interno, inconsciente, que está rodeado de papeles de baño, este “sentimentalismo chato” es la pulpa de la poesía del tapatío. Aunque, a veces, se ve empañado por exactas notas dulces, como de alegría, como de sazón, frente a la desazón latente de todo el libro, “como si el sentimentalismo chato/ fuera más importante que aquellos momentos/ en los que se hinchan los testículos de las puras ganas de vivir”.

Sorprende que a más de 30 años de su publicación El pobrecito señor x no figure en las lecturas obligadas de todo aspirante a lector (o poeta); su manejo del lenguaje diáfano, de ese lenguaje que usamos cuando pensamos y nos enojamos, debería de tener un lugar preponderante en los gustos de los lectores mexicanos (porque ante todo la literatura de Castillo es sumamente mexicana). Si en algún tiempo se distinguió a la poesía como un objeto creado por el hombre para tratar de imitar a la naturaleza y superarla, en este pequeño libro de poesía (que se lee de un sentón) se expresa lo contrario. Su poesía es innovadora pues rompe con la idea del artificio poético al permitir al poeta expresarse como se le dé la gana. Que no tenga formas métricas, que sus encabalgamientos sean arbitrarios, que sus versos sean largos como la prosa, no excluyen una estética personal y única, una manera de entender la poesía. Y como bien dice Castillo “yo más bien quiero/ tener tus piernas por bufandas/ y horadar ese montoncito de nubes/ que cubren, transparentes, tus pantaletas”. Porque en lo cotidiano está la soledad, en la chaqueta, en el sexo, en las pinches ganas que todos tenemos de mear.

lunes, 23 de abril de 2012

sin título

A una chica que pasa (a quien le di el poema) y que no me peló

Eres puntual.
Pasas cada día a la misma hora.
Vistes siempre guapa.
Te gusta el negro
y oscureces tus ojos con lentes.

Por qué no te los quitas
y me dejas sentir
directamente
tu mirada
que seguro quema.

De frente veo
tu pelo corto negro
tus labios que
a veces
esbozan una sonrisa
tenue
muy tenue y tensa.
De espaldas
cuando te vas
advierto que insistes con el negro
traslúcida blusa
que no sólo insinúa tu espalda.

Me gustaría ver tus ojos
(por favor, quítate los lentes)
saber en qué chingados piensas
cuando pasas
o imaginarte nerviosa
con tu ligero caminar de yegua altiva.
Pero prefiero masticar en silencio
mis fantasías
y saber que mañana
a la misma hora
diez minutos más
diez minutos menos
pasarás guapa
muy vestidita y arreglada
quién sabe a dónde.

Cántico espiritual

En estos tiempos de calor
la primavera acelera mis pulsaciones
yo
recién olvidado por una mujer
hago este canto que sirve para aligerar mis penas.
Una vez despreciado por Amor
me urge la caída en la carne
de todas esas hembras que furiosas me esperan.

Debo sentir que comienzo a vivir de nuevo
por eso quiero ver nalgas ondulando
péndulos que se mueven de un lado a otro
cuando caminan y marcan
¡oh dulce cadencia!
los calzones que las aprietan.

Vestidas con pantalones ajustados
o con esas cosas como segundas pieles negras
pegaditas pegaditas
o a contra luz a través de la claridad de las faldas
o tersas como pétalos de rosas cuando se quitan
la máscara de sus calzones satinados
son, ustedes, los bocados que mi cuerpo pide.

Curvas de hembra impetuosa
empaladas por sus tugurios húmedos más sabrosos
asientos del cine más oscuro y frívolo y carnoso
vengan a mí
que las necesito.

sábado, 7 de abril de 2012

Diario de un ojete, entrada número nueve

No jugarás con hipocondría de las personas


I

Es claro que cualquier evento que los medios sobredimensionen puede causar en las poblaciones de las grandes metrópolis una paranoia total. Era la época del primer brote grave de influencia H1N1. Yo estaba en el vagón del metro de la ciudad de México, cuando, sin querer, le metí el pie a una señora. Me volteé para pedirle una disculpa. “Estúpido”, me increpó. Y yo me encabroné. Nos enzarzamos en una discusión estúpida, donde los insultos no estuvieron de más. Yo, con la cabeza más caliente que nada, al ver que la señora no entendía que no le había metido el pie a propósito, decidí hacer algo inaudito. Me bajé el tapabocas y le tosí directamente en su cara. Algunas personas me miraron sorprendidas, otras murmuraron molestas y sólo algunos se rieron, pero nadie se levantó para recriminarme mi acción; tanto miedo tenían. Decidí lapidar la discusión. “Espero te dé influencia”. En la siguiente estación, me bajé, visiblemente enojado, pensando en el desenlace de aquella infortunada trifulca, en que quizá pudo haber habido un desenlace más excepcional que falsificara y redimensionara los hechos.

II

En el vagón del metro, una señora me gritó “estúpido”, cuando, sin querer, le metí el pie. Yo me encabroné, porque intenté disculparme y ella seguía increpándome mi falta de atención. Me enredé en una discusión estúpida y con la cabeza más caliente que nada hice algo inaudito. Me bajé el tapabocas y antes de poderle toser en la cara salieron dos policías y me cubrieron con un tapabocas que ellos traían y luego me esposaron. Me bajaron a empellones del vagón y perdí el conocimiento; no sé si por un golpe que ellos me dieron o por verme esposado. Cuando desperté, estaba en una sala blanca, con largos asientos de metal inoxidable, donde habían muchas personas como yo: esposadas y con un tapabocas de la PFP. En la parte alta de un mostrador que había al final de la sala, había un letrero que decía “Agencia para Prevención de Paranoia Ciudadana ante Posibles Brotes Infecciosos y Epidémicos APPCPBIE (acrónimo impronunciable)”. Casi me cago en los pantalones. Estaba como en una película gringa de conspiración pero a la mexicana.


III

Un día una señora se molestó conmigo porque tropecé con ella. A pesar de explicarle que había sido un accidente, la señora seguía recriminándome mi falta de atención. Le dolía el talón y el empeine. Se enojó y me gritó. Le grité de regreso y ella a mí. Dos personas trataron de calmarnos, y lo hicimos. Aunque murmurábamos. Nos vimos a distancia prudente. Ella escupía un poco al hablar, o así me pareció. De pronto, la señora deslizó un “pendejo” que me prendió más. Yo le grité otra vez. Ella se alejó y nunca más la volví a ver. Pinche gente cabrona.

miércoles, 4 de abril de 2012

Oficios número 1

Mi nombre es Jaime Jaramillo y mi brazo izquierdo está híper desarrollado. Soy de tez blanca y de complexión delgada. Tengo 42 años y he trabajado desde hace veinte empacando copas en cajas. Es un trabajo mecánico, fácil de hacer, pero que requiere mucha responsabilidad. Las copas que yo empaco no son comunes, es cristalería fina fina y nuestros clientes son tan exclusivos que no puedo ni siquiera pensar en sus nombres (cláusula de confidencialidad). Mi trabajo es muy bien remunerado y tenemos un doctor altamente especializado que nos atiende de todos los males laborales que nos pudieran aquejar.

Hace unos 17 años fue cuando mi brazo izquierdo comenzó a crecer. Empezó como una cosa cualquiera, mi brazo izquierdo estaba más desarrollado y mucho más fuerte y marcado, mientras que el derecho permanecía lánguido. Para ese entonces, hacía tres años que trabajaba en la empresa. Pero conforme pasaba el tiempo, mi brazo empezó a parecer el de un fisicoculturista. Ahora, con 42, ni siquiera el de Schwarzenegger en sus mejores tiempos es comparable. Desde los deltoides hasta los extensores de la mano tienen mínimo el doble de tamaño. Mi bíceps parece una manzana, incluso en reposo, y los tríceps son tres veces más grandes. Están duros como una piedra.

El doctor y yo estamos sorprendidos. Y no sabemos cuáles son las causas. Todo mi cuerpo es normal a excepción del brazo izquierdo. Incluso me han dado incapacidad para que vaya a visitar a los especialistas más renombrados y logren darme, aunque sea, una explicación a mi padecimiento, que, anoto, no impide desarrollar mis actividades diarias, pero sí da mala imagen a la empresa. Nuestros clientes son tan exclusivos y mamones que no podrían tolerar, ni en sueños, que sus copas traslúcidas fueran empacadas por un fenómeno como yo.

Mi nombre es Jaime Jaramillo y tengo 42 años de edad. Desde hace veinte trabajo empacando copas en cajas. Mis movimientos laborales se limitan sólo a mover el brazo izquierdo para recoger las copas. Me agacho un poco flexionando las rodillas y con la mano izquierda recojo la copa que no es ligera (alrededor de medio kilo). Las levanto sólo con el brazo izquierdo y la guardo en una caja. Cuando la caja está llena (12 copas), cierro las tapas con la mano derecha. Esta operación la hago alrededor de 2400 veces al día para cumplir con la cuota señalada de empacar 200 cajas. He desarrollado esta tarea durante años y para mover sólo el brazo izquierdo me pagan muy bien, además de que tengo seguro médico con los más renombrados especialistas.

sábado, 31 de marzo de 2012

Invitación a alguien a quien no me atrevo a invitar

Quisiera elevarme
contigo
hasta respirar aire frío.
Congelarme y no
como Ícaro
arder hasta caer.

Porque yo quiero incendiarme
desde abajo
y contigo subir hasta enfriarnos
y entonces sí
bajar
para elevarnos
otra vez.

Pero admito
tengo miedo de decírtelo.
Y
aunque esto
si lo lees
es una invitación a salir
tu sonrisa
marca liviana que diluye tus labios en una delgada línea
me congela
aunque me prende.

domingo, 4 de marzo de 2012

El diario de un ojete, entrada número ocho

Protuberancia

Santo cielo; el vómito y la sorpresa casi sobrepasan mi esófago. Acabo de ver de espaldas a un ser vestido de hombre joven a la moda. Con pantalón mezclilla claro, suéter rosa atado al cuello y playera blanca tipo polo. Y ¡oh sorpresa vomitiva! cuando descubrí su perfil de tres cuartos. Descubrí a un no hombre, a un ser con una protuberancia descomunal en la papada. Un protuberancia tal que emergía desde adentro de su cuello, subcutánea.

Eso, la protuberancia, estaba a la altura de la garganta e invadía toda la parte la parte inferior de su mandíbula. Si hubiera sido una protuberancia redonda y lisa, quizá la hubiera tolerado, pero no, era una llena de imperfecciones, una protuberancia con pequeñas protuberancias con (cosa que no vi pero supongo) negros vellos gruesos emergiendo de ellas. Había partes que se abultaban más que otras y permitían a las lisas, que eran pocas, verse normales.

Sólo lo vi un segundo, lo que duró mi mirada distraída que, conforme yo registraba el hecho asqueroso, huía desquiciada.

Cuando ponderé lo que me acababa de pasar, me dije a mí mismo: “A simple vista parece alguien normal”. Pero no lo era. De pronto descubrí que alguien estaba viendo fijamente mi nariz, que tengo chueca, haciéndose el occiso cuando lo sorprendí haciéndolo.

¡Hijo de puta! No soy por mi nariz quien soy.