miércoles, 16 de marzo de 2011

El monje furioso (anónimo cuento chino)

Dos monjes zen iban cruzando un río. Se encontraron con una mujer muy joven y hermosa que también quería cruzar, pero tenía miedo.

Así que un monje la subió sobre sus hombros y la llevó hasta la otra orilla.

El otro monje estaba furioso. No dijo nada pero hervía por dentro. Eso estaba prohibido. Un monje budista no debía tocar una mujer y este monje no sólo la había tocado, sino que la había llevado sobre los hombros.

Recorrieron varias leguas. Cuando llegaron al monasterio, mientras entraban, el monje que estaba enojado se volvió hacia el otro y le dijo:

—Tendré que decírselo al maestro. Tendré que informar acerca de esto. Está prohibido.

—¿De que estás hablando? ¿Qué está prohibido? —le dijo el otro.

—¿Te has olvidado? Llevaste a esta hermosa mujer sobre tus hombros —dijo el que estaba enojado.

El otro monje se rió y luego dijo:

—Sí, yo la llevé. Pero la dejé en el río, muchas leguas atrás. Tú todavía la estás cargando...

jueves, 10 de marzo de 2011

El diario de un ojete, entrada número siete

No lo tomé como un mal presagio, pero había un palomilla negra ahogada en el fondo de mi escusado. Sólo para ver si seguía viva y que no habría de volar mientras yo hiciera mis necesidades sólidas, le mee encima. A veces se hundía, otras aleteaba como intentando elevarse. Pero no podía. Las orillas de sus alas se quedaban pegadas al agua formando pequeños arcos.

Se movió una última vez cuando, en círculos concéntricos, se iba quién sabe a dónde junto a mi mierda. Sentí una pizca de remordimiento… por no haber sentido remordimiento. Ni modo, todos estamos a merced de los chubascos; la naturaleza es implacable con cada uno de nosotros. Me pregunto, ¿qué me deparará a mí?

P.D. Al día siguiente, y esto es verídico, que me levanté y fui por primera vez al baño, la palomilla seguía ahí, algo maltratada, pero ahí, muerta.

martes, 1 de marzo de 2011

El diario de un ojete, entrada número seis

Clases de conducir

Valga mencionar que de culeros el mundo está lleno y no sólo existo yo. Anecdóticamente, recuerdo un día en el que una madre regañaba, a muy altos decibeles, a su hijo frente a todo el mundo por haberse equivocado en algo que ahora no tengo claro. La cara del niño, compungida, mezclaba la pena de verse regañado y la de verse regañado frente a todos.

Hace un par de días iba manejando en una calle de dos carriles, a lo lejos, poco antes de un tope, vi a un coche de una escuela de manejo que, detenido, estaba ocupando los dos carriles sin dejar pasar a nadie; mi coche, que es pequeño, logró entrar y bajé el vidrio sólo para recriminarle al aprendiz de conductor, un joven de unos 35 años, que era un pendejo (seguro se le apagó el motor tratando de sacar la primera, error común y frustrante si te empiezan a presionar con pitídos y gritos).

—¡Imbécil! —le grite.

Lo siguiente me tomó por sorpresa pues no lo esperaba. El conductor con la mirada baja no se inmutó, pero del otro lado del coche el maestro se bajó y con un pie dentro del coche y la cabeza asomando encima del techo y una mano inquisidora levantada, me gritó:

—Conste que se lo gritas a él que no a mí; porque la culpa es sólo suya y no mía.

Puse primera y me alejé. Por el retrovisor vi cómo el maestro se metió y cerró la puerta; su alumno seguía, sin éxito, tratando de arrancar el coche. A la distancia yo ya solo veía las luces que se prendían y se apagaban acompasadamente, y medité la situación. El fallido conductor tenía la misma cara que el niño cuando lo regañaron frente a todos, cabizbajo y compungido, pero el maestro ostentaba una sonrisa muy peculiar. El nivel interpretativo de lo que había presenciado era vasto y me dije a mí mismo: “Mí mismo, en este mundo hay de todo, y de ojetes, para muestra un botón”.

Fue un día muy bello para mí.


Por Jaime Jaramillo

sábado, 26 de febrero de 2011

Poesía (de Xavier Villaurrutia)

Eres la compañía con quien hablo
de pronto, a solas.
Te forman las palabras
que salen del silencio
y del tanque de sueño en que me ahogo
libre hasta despertar.

Tu mano metálica
endurece la prisa de mi mano
y conduce la pluma
que traza en el papel su litoral.

Tu voz, hoz de eco
es el rebote de mi voz en el muro,
y en tu piel de espejo
me estoy mirando mirarme por mil Argos,
por mí largos segundos.

Pero el menor ruido te ahuyenta
y te veo salir
por la puerta del libro
o por el atlas del techo,
por el tablero del piso
o la página del espejo,
y me dejas
sin más pulso ni voz y sin más cara,
sin máscara como un hombre desnudo
en medio de una calle de miradas.

Reflejos

sábado, 5 de febrero de 2011

Azatoth/H. P. Lovecraft

En el vacío sin sentido, el demonio me arrastró
más allá de brillantes conjuntos de espacio dimensionado,
hasta que ni siquiera el tiempo ni la materia se desplegó ante mí,
únicamente el Caos, sin forma ni lugar.
Aquí, el inmenso Señor de Todo masculló
cosas que había soñado pero no podía entender,
mientras cerca de él, informes murciélagos aletearon y revolotearon
en torbellinos idiotas avivados por corrientes luminosas.

Ellos bailaron demencialmente con el agudo y quedo gemido
de una flauta rota atrapada en una garra monstruosa,
de donde fluyen las olas sin sentido, cuyas fortuitas combinaciones
a cada frágil cosmos su ley eterna dan.
“Yo soy su mensajero”, dijo el demonio
y con desprecio golpeó la cabeza de su amo.


*Azathoth es una criatura creada por la inverosímil imaginación de H. P. Lovecraft.


Out in the mindless void the daemon bore me,
Past the bright clusters of dimensioned space,
Till neither time nor matter stretched before me,
But only Chaos, without form or place.
Here the vast Lord of All in darkness muttered
Things he had dreamed but could not understand,
While near him shapeless bat-things flopped and fluttered
In idiot vortices that ray-streams fanned.

They danced insanely to the high, thin whining
Of a cracked flute clutched in a monstrous paw,
Whence flow the aimless waves whose chance combining
Gives each frail cosmos its eternal law.
"I am His Messenger," the daemon said,
As in contempt he struck his Master's head.

martes, 11 de enero de 2011

Diario de un ojete, entrada número cinco

El cerillo


Hay en mi familia, por parte de mi mamá, un gen hereditario que es explosivísimo. Varios de los conflictos familiares más graves se han suscitado exactamente por la explosividad que todos tenemos, mi madre la que menos. El caso es que una simple chispa termina en una detonación de tamaños mayúsculos pero que se sofoca casi inmediatamente con una estela de culpa muy marcada.

En la calle en la que vivo hay una mujer que es golpeada por su esposo. Sucedió que yo estacioné mi coche en la entrada de mi casa tapando un poco la acera para el paso de los peatones. La vecina, que es muy enojona, me recriminó con acritud. Yo, valga decir, traía prisa y la mandé a chingar a su madre. Nos enzarzamos en una discusión tonta. Algo le dije que le molestó mucho y me dijo: “Muchachito, sólo no me faltes el respeto”. A lo que yo, francamente encabronado, le contesté: “Pero si a usted se lo faltan todos los días en su casa, y su marido”.

Su semblante su puso lívido y no entiendo todavía cómo no me soltó una bofetada. Yo me quedé callado, murmurando el eco mental de mis palabras. Me di media vuelta y me metí en mi casa, pensando en este gen tan desastroso que tantos despropósitos me ha hecho cometer y con la culpa que rayaba mi consciencia intranquila. Ya no he vuelto a estacionar mi coche frente a mi entrada y tampoco le he vuelto a mencionar, ni siquiera tangencialmente, la violencia interfamiliar.